lunes, 10 de enero de 2011

Les yeux jaunes des cocodriles.

Desde hacía algún tiempo, en el mayor de los secretos, escribía. Una página cada día. Nadie lo sabía. Se encerraba en su despacho y garabateaba palabras, en torno a las cuales, si la inspiración no llegaba, dibujaba alas, patas de mosca, estrellas. Avanzaba a duras penas. Copiaba fábulas de La Fontaine, releía Los caracteres de la Bruyère o Madame Bovary para ejercitarse en encontrar la palabra exacta.
Se había convertido en un juego, a veces una delicia, a veces una tortura, el encontrar el sentimiento y vestirle con la palabra justa que debía envolverle, como un abrigo.
Debía reconocer que ese trabajo minucioso añadía cierta intensidad a su vida.
Ya había escrito antes, pero lo dejó todo al conocerle a él. Si quisiera, podría volver a escribir... si tuviese valor, claro.
Porque hace falta valor para permanecer encerrada durante horas triturando palabras, dibujando patitas velludas o alas para que se echen a andar o a volar.

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