Desde hacía algún tiempo, en el mayor de los secretos, escribía. Una página cada día. Nadie lo sabía. Se encerraba en su despacho y garabateaba palabras, en torno a las cuales, si la inspiración no llegaba, dibujaba alas, patas de mosca, estrellas. Avanzaba a duras penas. Copiaba fábulas de La Fontaine, releía Los caracteres de la Bruyère o Madame Bovary para ejercitarse en encontrar la palabra exacta.
Se había convertido en un juego, a veces una delicia, a veces una tortura, el encontrar el sentimiento y vestirle con la palabra justa que debía envolverle, como un abrigo.
Debía reconocer que ese trabajo minucioso añadía cierta intensidad a su vida.
Ya había escrito antes, pero lo dejó todo al conocerle a él. Si quisiera, podría volver a escribir... si tuviese valor, claro.
Porque hace falta valor para permanecer encerrada durante horas triturando palabras, dibujando patitas velludas o alas para que se echen a andar o a volar.
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