Noviembre (dulce).

Esta es una historia de palabras vacías. Un sinsentido para muchos, pero una elocuente forma de gritar esos sentimientos arraigados en lo más profundo de mi ser. Quizá no haya nadie en un radio de setecientos kilómetros que lo entienda. Quizá ni siquiera intenten comprenderlo. Pero la verdad, me da igual.
Cada persona es un mundo, y hay mundos que a veces son parecidos, tanto por dentro como por fuera, pero existe una mínima distancia que hará que nunca nadie llegue a entenderse del todo. ¿Me equivoco? No, yo creo que no. Creo que es la primera cosa que he dicho en mi vida que aunque con apariencia de locura, tiene sentido. 
Siempre me ha gustado noviembre. Creo que tiene una magia que ningún otro mes posee.
Parece que las vidas giran en torno a ellas mismas, como una peonza, y sin embargo todo está parado. Todo tiene un color apagado, pero vivo a la vez. O quizá es la vida quien lo hace vivo, no lo sé. El cielo cubre la ciudad con un manto gris, que le da un toque como de que todo puede desaparecer en cualquier momento, y aún así, me gusta.
Y me gusta mientras mi espacio se reduce a mi cuarto acercarme a la ventana y beberme a cucharadas un buen cola-cao mientras escucho esa canción que tantos recuerdos conlleva.
Alimentarme del eco de tu aliento en los cristales, mientras imagino a abuelos en cuyos rostros están los surcos de la vida contando cuentos con finales felices a sus nietos. También me gusta sacar la cabeza por la ventana cuando llueve y mirar hacia el cielo, empaparme de vida, como si no hubiera otras formas, y regresar dentro de mi peqeña habitación, con el pelo empapado, las gotas de lluvia bailando en mi rostro, dirigiéndose hacia mi pecho, pensarte y sin más dilación acostarme en la cama, sin hacer ruido, respirando tus recuerdos y acelerando el sonido de mi pausada respiración, tan sólo con el retumbar de tu corazón.